Mi amigo, un santo

Una de los regalos más especiales que he recibido en mi vida es el de haber conocido al Hno. Rafael. Recuerdo muy bien que lo conocí cuando aún estaba en el colegio, en un momento de confusión en el que no sabía muy bien qué era exactamente lo que quería para mi vida. Lo que en principio no parecía ser más que curiosidad ante la profundidad y belleza de sus escritos terminó por convertirse en una gran amistad que día a día no deja de acrecentarse.

Te estarás preguntando, tal vez, cómo es que un joven como yo puede hacerse amigo de un santo y, más aún, de una persona que vivió hace más de cien años en un país diferente al mío y que entregó su vida en un monasterio, sacrificando su carrera de arquitecto y dejando a su familia, lo que más amaba, por Dios… En realidad, no lo sé, pero lo que sí sé es que esta amistad ha superado las barreras del tiempo y del espacio.

Desde que empecé a acercarme a la vida de “Rafaelito”, como cariñosamente me gusta llamarlo, gracias a los pocos escritos que de él fui encontrando, algo muy especial comenzó a surgir entre los dos; su vida me interpeló enormemente e incluso inspiró la elección que hice en mi vida.

En los momentos de confusión y dificultad sus palabras, que describiría como una oración continua a Dios, me dan aliento y esperanza para continuar. En mis alegrías, ilusiones y grandes sueños, él se ha alegrado, se ha ilusionado y ha soñado conmigo. En cada una de sus cartas me ha mostrado al Dios de corazón grande que apasionadamente nos ama, diciéndome: “Ama a Dios y nada más… eso es lo que te digo en mis cartas, en todas… no leas otra cosa”.

Muchas han sido las tardes y las noches en que, tras el cansancio de la jornada, me he sentado a leer a mi amigo; cuando no he podido acudir a la cita, pacientemente me ha esperado y siempre, siempre me ha recibido con su característica sonrisa y me ha invitado a repetir con él: ¡Solo Dios! ¡Solo Dios! ¡Solo Dios!